Todo se reduce a un punto concreto, como visto a través de una especie de zoom jodido.
Y ya nada más tiene la importancia suficiente, te vuelves una psicópata, o un holograma, una versión de ti misma intentando no sentir ni padecer.
El resto de las personas son justo eso, un resto, algo que no suma, algo que rellena la ecuación, pero no resuelve.
Pero te lo quieres creer. Aprietas duro los ojos y la garganta y sales a la calle, sin llorar, comprando papel higiénico y dando las gracias. Hablas con los demás de sus cosas mientras sólo piensas en correr, o en gritar, o en tirarte al suelo y montar un numerito.
Y así durante horas, o minutos que son horas, qué más da.
Esa farsa sigue hasta que llegas a casa. Vacía (la casa y tú).
Es la hora de comer o de dormir y nada te entretiene, nada te despista y todo vuelve, fuerte, como un puñetazo raro, predecible, pero doloroso, a cámara lenta. Y los ojos se llenan de lágrimas gordas y resbalan por la cara.
Hay en eso una chispa de alivio, sentirse derrotada, pero ser capaz de escupir por algún sitio.
Durante un rato te conviertes en agua, en dolor de estómago, hipos y balanceos repetitivos. No eres persona, o eres más persona que nunca, hasta arriba de química natural de la mala, de la que hace pupa.
Y después de supurar (como hace cualquier herida) te relajas. Te tragas el aire, te suenas los mocos y haces cualquier tontería, como planchar la ropa, lavar los platos o comerte un melocotón.
Parece que por un rato tendrás calma, esa especie de resaca densa y poco creíble. Descansas, ficticiamente otra vez, sabiendo que antes o después volverá todo a atacarte y volverás al vacío, a la respiración esporádica y al latir de garganta.
2 comentarios:
Qué bueno Raquel.
Es curioso que cuanto más buceamos en nuestro interior, y lo contamos (escribiendo, pintando) más nos acercamos a lo que sienten los demás.
Un saludo.
Posiblemente porque en el fondo nos parecemos todos mucho más de lo que creemos. Es un arma que bien usada nos acerca y nos hace más personicas.
Publicar un comentario