Ayer vi el día de mi muerte y no me asusté.
Después de cantar en la calle (previo permiso del ayuntamiento), quedaré con un par de amigos para gastar lo ganado en un bar en el que la camarera es conocida. Ellos se irán, como es normal, (porque son pareja feliz), a retozar y dormir, y me quedaré sola en la barra hablando con cualquiera de todo lo que puedo hacer y no hago.
Iré después al Deshoras a comprar el tabaco más barato que me den y un bote de cerveza y me iré a casa, intentando seguir las líneas de las baldosas para que no se me note que he bebido de más.
Después subiré las escaleras hasta casa, rápido y fuerte, presumiendo internamente de que hago algo de deporte por las mañanas y no me canso, hasta el tercero (un cuarto, porque hay entresuelo).
Me sentaré frente al ordenador para escribir, fumando del tabaco barato y bebiendo del bote, mientras en mi cuatro pistas de cerebro pienso en "hoy es el último día que fumo y bebo", "qué bien dormiría con él, aunque últimamente esté un poco idiota", "si mi padre lee esto se va a preocupar mucho y va a venir a rescatarme" y " mientras escribía le he dado sin querer al Photoshop y se ha abierto, qué torpe estoy".
Luego me acostaré sin lavarme lo dientes (porque cansa) y buscaré la postura idónea para no marearme y para que mañana no me duela el cuello.
Cerraré los ojos, pensaré en si mañana tendré un día más de regalo y me pondré el despertador sabiendo que le daré al "diez minutos más" una y otra vez hasta que me haga pis o alguien llame desesperadamente a la puerta (normalmente el cartero).
Pero al día siguiente el despertador se quedará afónico porque no despertaré. Sonará sin sentido, para nadie, hasta que se acabe la batería, molestando a los vecinos que se pondrán nerviosos por el ruido (como cuando salta la alarma de un coche), pero no harán nada más que desear que el pitido pare.


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