Postiguet. Después de subir al castillo y comprobar que hay mucha gente mayor más en forma que yo.
Pasa por delante del banco en el que estoy sentada, con un andar ligero y el pecho un poco hacia fuera, como un palomo. Y como un palomo es gris, de chándal y de pelo, y las zapatillas blancas. Y los calzoncillos que acaba de sacarse de allá donde se le han metido, seguramente sean blancos también y sus ojos son negros.
Y pienso que me cae bien porque no estamos tan lejos. Él es viejo, en blanco y negro, pero no es que esté desteñido y tampoco decolora lo que toca (como un Rey Midas cromático), es que se olvidó de que hay colores, o no llegó a tiempo cuando los repartieron.
Y entonces se acerca un perro y mea cerca de él y le salpica de amarillo y el señor se enfada y se pone rojo de cara y para relajarse se pide un zumo en la cafetería del paseo y el camarero le invita a unas aceitunas. Y así, poco a poco, el hombre es cada vez menos interferencia. Y así me di cuenta y os cuento, que la escala de grises no dura para siempre.
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